«Tengo el penoso deber de informarles que en este día se ha recibido un despacho de la Oficina de Guerra anunciando la muerte de ...» Así comenzaban los miles de telegramas que llegaban en julio de 1916 a hogares de toda Gran Bretaña. Esta terrible frase se difundía por las ciudades y los campos para notificar la suerte de un marido, un padre, un hijo o un hermano atrapados en la inmensa trituradora muy académicamente llamada «batalla del Somme».
La mayor parte de los soldados eran voluntarios que, en 1914, respondieron a la llamada de Kitchener. Cada unidad del «Nuevo Ejército» se había formado en una localidad en concreto y conservaba sus nombres extraoficiales. Existían «los compañeros de Accrington», «los amigos de Grimsby», «los muchachos de Glasgow». Esto les daba cohesión, pero también tenía sus inconvenientes. Rodeado de sus amigos, con quienes compartía un pasado común, el soldado gozaba de una moral a toda prueba, pero si su unidad era maltratada por el destino, eran pueblos enteros los que perdían toda su población masculina. Y esto es lo que sucedía ahora.
(Macdonald, John.
Grandes batallas del mundo. Barcelona, Ediciones Folio, 1989, p. 146. No figura el nombre del traductor)
La primera vez que estuve en el Reino Unido, hace ya algunos años, me llamó mucho la atención ver que en todas las localidades que visité había un monumento en memoria de sus caídos en la
Primera Guerra Mundial (incluso hay uno a la entrada del
Museo Británico, en recuerdo a sus empleados). En estos memoriales suele haber una placa con sus nombres, que a veces es kilométrica. En algunos casos (por ejemplo, en el Museo Británico) hay también otra placa con la lista de los caídos en la
Segunda Guerra Mundial, pero siempre es mucho más breve.
Me atrevería a decir que la Gran Guerra supuso para Gran Bretaña el mayor trauma del siglo XX, por encima incluso de los bombardeos alemanes (el
Blitz) que sufrió en la Segunda Guerra Mundial. Nombres como
Gallipoli,
Ypres,
Loos,
Vimy,
Arras o
Passchendaele siguen vivos en la memoria colectiva británica. Pero por encima de todos ellos está el Somme. Hoy hace 90 años, el ejército al mando de
Sir Douglas Haig (a mi juicio, uno de los mayores incompetentes de la historia militar, mal que le pese a los historiadores que aún lo defienden) lanzó un asalto contra las trincheras alemanas a lo largo de ese río del nordeste de Francia. En sólo
24 horas, el «Nuevo Ejército» sufrió 57.470 bajas (junto con 7.000 francesas y entre 10.000 y 12.000 alemanas), lo que probablemente convierte al 1 de julio de 1916 en el día más sangriento de toda la Historia. Tras los cuatro meses y medio que duró la batalla, la cifra de bajas británicas ascendió a 419.654, de las cuales 146.431 fueron muertos o desaparecidos.
La monstruosa carnicería de las trincheras tuvo, al menos, un aspecto positivo en Gran Bretaña: inspiró a autores como
Robert Graves,
Wilfred Owen,
Isaac Rosenberg,
Siegfried Sassoon,
Mary Wedderburn Cannan y
Rupert Brooke, entre otros muchos, algunos de los poemas más interesantes del siglo XX: la denominada «poesía de la Gran Guerra». Uno de los poemas más conocidos es el conmovedor
Dulce et Decorum Est, de Wilfred Owen. Sirva de pequeño homenaje en este día a todas las víctimas, de ambos bandos, de la mayor estupidez (estupidez, no monstruosidad; eso queda, sin discusión, para la
Shoah) de la historia de Europa.
Dulce et Decorum Est
Bent double, like old beggars under sacks,
Knock-kneed, coughing like hags, we cursed through sludge,
Till on the haunting flares we turned out backs,
And towards our distant rest began to trudge.
Men marched asleep. Many had lost their boots,
But limped on, blood-shod. All went lame, all blind;
Drunk with fatigue; deaf even to the hoots
Of gas-shells dropping softly behind.
Gas! GAS! Quick, boys! - An ecstasy of fumbling
Fitting the clumsy helmets just in time,
But someone still was yelling out and stumbling
And flound'ring like a man in fire or lime. -
Dim through the misty panes and thick green light,
As under a green sea, I saw him drowning.
In all my dreams before my helpless sight
He plunges at me, guttering, choking, drowning.
If in some smothering dreams, you too could pace
Behind the wagon that we flung him in,
And watch the white eyes writhing in his face,
His hanging face, like a devil's sick of sin,
If you could hear, at every jolt, the blood
Come gargling from the froth-corrupted lungs
Bitter as the cud
Of vile, incurable sores on innocent tongues, -
My friend, you would not tell with such high zest
To children ardent for some desperate glory,
The old Lie: Dulce et decorum est
Pro patria mori.